En cuanto a la guarnici≤n, todos los coetßneos del hecho estßn de acuerdo en que constarφa de unos doscientos hombres, a quienes s≤lo se podφa llamar asi por un exceso de filantropφa, pues mßs que hombres parecφan orangutanes; entre los cuales figuraba en primera lφnea, merece especial menci≤n y darß exacta idea de los demßs, el General de aquel ejΘrcito, el Gobernador de aquella plaza, el Alcalde de Lapeza, Manuel Atienza, en fin, que santa gloria haya.
Era la primera Autoridad de la villa un mortal de cuarenta y cinco a cincuenta a±os, alto como un ciprΘs, huesoso o nudoso (que esta es la verdadera palabra) como un fresno, y fuerte como una encina; aunque, a decir verdad, su largo ejercicio de carbonero habφale requemado y ennegrecido de tal modo, que, de parecer una encina, parecφa una encina hecha carb≤n. Sus u±as eran pedernal; sus dientes de caoba; sus manos, de bronce pavonado por el sol; su cabello, por lo revuelto y empajado, cß±amo sin agramar, y por calidad y el color, el cerro de un jabalφ; su pecho, que la abierta camisa dejaba ver de hombro a hombro y del cuello hasta el est≤mago inclusive, parecφa cubierto de una piel de caballo que se hubiese arrugado y endurecido a fuerza de estar sobre ascuas, y, efectivamente, el cerdoso vello que poblaba su saliente estern≤n hallßbase chamuscado, asφ como sus pobladas cejas... Y consistφa esto en que el se±or Alcalde era carbonero (o sea ranchero de la sierra, seg·n que ellos se llaman), y habφa pasado toda su vida en medio de un incendio, como las ßnimas del Purgatorio.
Con respecto a los ojos de Manuel Atienza, no podφa negarse que veφan; pero nadie hubiera asegurado nunca que miraban. La advertida ignorancia de su merced, junta a la malicia del mono y a la prevenci≤n del hombre entrado en a±os, aconsejßbale no fijar nunca la vista en sus interlocutores, a fin de que no descubriesen las marras de su inteligencia o de su saber; y, si la fijaba, era de un modo tan vago, tan receloso, tan solapado, que parecφa que aquellas pupilas miraban hacia dentro, o que aquel hombre tenφa otros dos ojos detrßs de las orejas como las lagartijas. Su boca, en fin, era la de un alano viejo; su frente desaparecφa debajo de las avanzadas del pelo; su cara relucφa como el cordobßn curtido, y su voz, ronca como un trabucazo, tenφa ciertas notas ßsperas y bruscas como el golpe de hacha sobre la le±a.